España puede crecer, y lograr con ello más ingresos públicos, pero también podría no hacerlo, y alcanzar los mismos objetivos, aflorando su economía sumergida. Lo ideal sería, obviamente, combinar ambas cosas, pero no por ello pierde validez teórica el segundo enunciado.

España puede crecer, y lograr con ello más ingresos públicos, pero también podría no hacerlo, y alcanzar los mismos objetivos, aflorando su economía sumergida. Lo ideal sería, obviamente, combinar ambas cosas, pero no por ello pierde validez teórica el segundo enunciado.

Veamos algunos datos. En la economía sumergida, un 25% del PIB en España frente a solo un 12% en Alemania, hay parados que consiguen ingresos para sobrevivir a costa de un doble fraude, ya que esos trabajadores no pagan ni Seguridad Social ni impuestos, pero a veces sí generan gastos, porque algunos continúan recibiendo el seguro de desempleo cuando tienen ‘trabajo’. Es tal la dimensión de la economía sumergida que si tributase lo que le toca, el Gobierno podría prescindir de los recortes, siempre y cuando aquellos que mueven el llamado dinero B pagasen todos sus impuestos directos e indirectos, lo cual resulta tan deseable como improbable.

En esta crisis, la única renta que se mantiene a duras penas es la de los pensionistas, más de ocho millones de personas, de quienes dependen a menudo hijos y nietos, de ahí que los jubilados se adelantasen en 2012 a los jóvenes en nivel de gasto. Pero, con independencia de que las pensiones puedan mantenerse como hasta ahora, que no está nada claro, tiene que haber otras salidas. El problema tal vez esté en que, en contra del sentido común, ni el Gobierno (ahora en funciones) ni la Oposición han profundizado realmente en estas cuestiones, que a lo sumo mencionan de pasada, sin entrar en el fondo del asunto, lo que pasaría por exigir la colaboración ciudadana, en el más amplio sentido de la palabra.

Según el profesor Xaquín Álvarez Corbacho, catedrático de la Universidade da Coruña, el trasvase de dinero desde los asalariados hacia las oligarquías financieras, vía presupuesto público, es “incesante, creciente y obsceno”. De hecho, son varios los impuestos que recaen sobre el salario de cualquier ciudadano.

El primer pellizco procede de la imposición real, visible, convencional: el IRPF -transformado ya en contumaz tributación salarial- y el IVA, que grava otra vez esa capacidad económica cuando el salario se destina al consumo de cualquier producto o servicio.

La segunda imposición es invisible y se origina, a veces, con la inflación y la tarifa progresiva del IRPF: si el salario se ajusta a la inflación y mantiene su capacidad adquisitiva, pero la tarifa permanece, esa capacidad económica puede soportar un gravamen superior. Otras veces procede de recortar el gasto público, porque la austeridad y la reducción del gasto es también tributación oculta que grava de forma progresiva y dolorosa a la pobreza. Cuanto más pobre es la persona, más sufrimiento proporcionan los recortes en sanidad, educación o dependencia, pudiendo incluso alcanzar la exclusión social.

La tercera imposición sobre el salario es "cínica y desvergonzada", en palabras de Corbacho, al estar asociada a la amnistía fiscal. Porque el fraude tributario lo soportan siempre los contribuyentes honrados. Pagando más impuestos, recibiendo menos servicios o ambas cosas a la vez.

Y finalmente estaría el gran fraude tributario y la fuga de capitales. Sus efectos sobre el ahorro, la actividad productiva y los contribuyentes honrados es demoledora, porque estos recursos se utilizan después para financiar los déficits públicos, exigiendo a su vez que suban los impuestos o recorten el gasto para garantizar así el pago de la deuda.